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Jean-Gilles

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Lo conocí hace cuarenta y cinco años, cuando, junto con otros cuatro camaradas, nos instalamos en París para escapar de la represión política en Italia.

Por entonces teníamos muy pocos contactos internacionales. Gracias a Gilbert, que había vivido muchos años en Italia, habíamos conocido unos meses antes a Jacques, Philippe y Olivier: jóvenes militantes del MNR (sin relación alguna con las siglas adoptadas posteriormente por Mégret).
Él era el dirigente de ese movimiento, que más tarde se convertiría enTrosième Voie (Tercera Vía).

Algunos de sus militantes nos acogieron y nos brindaron su apoyo. Lo conocí primero en la Librería Francesa y luego en un despacho político cerca de la estación de metro Liège, que en aquella época solo abría unas pocas horas al día.
Detrás de su mesa, por su manera de recibir y por su porte, recordaba vagamente a Mussolini en el “Covo” de la via Cernobbio de Milán.
De hecho, Jean-Gilles Malliarakis siempre sintió una profunda admiración por Mussolini.

La sintonía no fue inmediata, pues era un hombre reservado y no entraba en familiaridad de buenas a primeras. Sin embargo, no dudó en financiar tres números de Terza Posizione, que imprimimos en París y luego distribuimos en Italia.
Nuestras orientaciones políticas —al margen de las especificidades de nuestros respectivos contextos nacionales— eran muy cercanas: una Europa fuera de los dos bloques, en una Tercera Vía (o Tercera Posición).
Cada mañana grababa un breve boletín político en el contestador de la librería —y del movimiento— que terminaba invariablemente con las palabras: «¡Europa saldrá de su tumba!»

Después dejé París. En 1987 o 1988, lanzó uno de los primeros intentos de coordinación política europea: el Grupo del 12 de Marzo, que —me explicó hace poco— no debe su nombre a ninguna referencia histórica, sino simplemente a la fecha de su primera reunión. Yo participé en él.
A este grupo participó Carlos Ruiz de Castro también.

Por afinidades humanas e ideológicas, seguí muy unido a varios miembros de Tercera Vía (algunos ya militantes en la época del MNR, como Daniel Gazzola).
Había perdido de vista a Jean-Gilles hasta reencontrarlo cuando dirigía un programa en Radio Courtoisie; creo que era hacia 2008.
Aun así, nunca dejé de seguir su trayectoria: siempre apasionado, íntegro, entregado en cuerpo y alma.
Libraba batallas económicas, sociales y sindicales, defendiendo con tenacidad una línea corporativa. También dedicaba tiempo al estudio y a la escritura de obras históricas destinadas a preservar una idea, a proteger nuestra sociedad no solo de sí misma, sino también de sus enemigos exteriores.

Debo reconocer que él vio más lejos que yo. Ya en 2008, mientras yo todavía confiaba en la buena fe de los rusos, él afirmaba que actuaban contra nosotros. Necesité al menos siete años más para comprender que tenía razón.

Hubo otro tema por el que muchos necios lo ridiculizaron injustamente o lo miraron con condescendencia: su constante y minuciosamente documentada advertencia sobre el peligro comunista. Ese peligro no ha desaparecido: simplemente ha cambiado de forma e incluso ha conquistado mentes y conciencias entre los “nacionalistas”.
No sé si logró terminar su libro sobre China, que consideraba un peligro aún mayor; pero, como militante coherente, íntegro y apasionado que siempre fue, me confió hace un año que esperaba ver a Europa alcanzar un acuerdo con los chinos para no quedar sometida a los chantajes estadounidenses.

En los últimos años nos veíamos con frecuencia. Venía a menudo a tomar la palabra —o simplemente a escuchar— en las cenas organizadas por los Amigos de Daniel Gazzola, que fundamos tras su súbita desaparición en 2019.
Inteligente, culto, valiente tanto física como moralmente, tenaz y lleno de ironía, este europeo con mayúscula, griego y francés a la vez, enamorado de Italia (leía perfectamente y hablaba con gran soltura la lengua de Dante, hasta el punto de recitar discursos del Duce), espíritu mediterráneo pero sobrio, era una compañía extraordinariamente grata.

Desde la invasión rusa de Ucrania, habíamos tomado la costumbre de brindar con una Coca-Cola por la salud de nuestros detractores. Supongo que todos recordáis el delirio que estalló entonces, cuando muchos se tragaron la —efímera— propaganda del Kremlin que decía librar la guerra contra el “Gran Satán americano”.
No era así, no podía serlo: la realidad era muy distinta.
Evidentemente, cualquiera que no se alineara con los rusos era supuestamente un agente de la CIA… así que nosotros también.
El tiempo es un juez honesto y se burla de quienes pierden el norte. Hoy —tal como dijimos desde el principio— los rusos están abiertamente del lado de los estadounidenses. Quizás la Coca-Cola, si tuvieran sentido de la ironía, sea lo que los demás deberían empezar a beber. Entre ellos, por cierto, me gustaría conocer a uno solo, uno solo, que haya sido, como yo, objeto de calumnias difamatorias por parte de agentes estadounidenses. Pero sería pedir demasiado.
Nos reíamos a carcajadas. La estupidez y la calumnia siempre van de la mano y, en el fondo, ser su blanco es casi un buen signo; ofenderse por ello es faltar de espíritu.

Nos llamábamos a menudo. Siempre me preguntaba por “Giorgia”, de cuya labor como Primera Ministra italiana en los últimos tres años era un ferviente admirador. Suscriptor de varios periódicos italianos, gran conocedor de Italia y del neofascismo italiano —siempre se enorgulleció de haber luchado por la liberación de Giorgio Freda, “el editor encarcelado”—, a diferencia del público nacionalista francés, ignorante de lo que ocurre en Italia y de la obra de esa gran mujer, él sabía perfectamente de qué hablaba. Y eso —saber de qué se habla— es hoy una cualidad rara, que nunca le faltó.

Nuestra última llamada, de 12 minutos y 31 segundos (Big Brother en el smartphone…), fue seis días antes de su intervención cardíaca, que no parecía entrañar complicaciones particulares.
«El tema de Esparta —al que está dedicado nuestro “coloquio en la mesa” del próximo lunes en París— me es particularmente querido. Me gustaría intervenir, si no estoy muerto».
Sin duda era una broma para aliviar la tensión. Y, sin embargo…

Ahora, Jean-Gilles también se ha ido a montar guardia junto a los luzeros, junto a las luces celestiales; y desde allá arriba —o desde lo más hondo de nosotros— seguirá bendiciéndonos con esa punta de ironía con la que siempre supo suavizar y embellecer su tenacidad, su filosofía, su inteligencia y su saber, siempre al servicio de una causa común, pero sin confusión, con la distancia y el compromiso de quien busca la fusión y no la mezcla.

Este gran griego, este francés, este europeo, este camarada y amigo no nos faltará: no puede faltarnos, porque sigue presente.

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