domenica 12 Ottobre 2025

Los nietos inquietos de Sam

Sobre la versión mal expresada e inconclusa del antiamericanismo

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¿Está llegando a su fin el siglo americano del que hablaba el economista y ensayista italiano Geminello Alvi?

En cualquier ámbito que se analice, Estados Unidos sigue siendo hegemónico frente a cualquier otro actor. Incluso es la única gran potencia con crecimiento demográfico, salvo la India, que aún es una potencia en ciernes.

Sin embargo, enfrenta cada vez más dificultades para gestionar un sistema global cada vez más amplio e interconectado.
Debe contrarrestar el ascenso de China y de toda Asia, como ya hizo con Europa. Los retos que enfrenta son múltiples: desde la dificultad de manejar el nuevo escenario multipolar con las ya obsoletas reglas del divide et impera, hasta el peso de una deuda colosal que sostiene su maquinaria militar, sin olvidar sus graves problemas internos.

Respecto al dólar —más allá de ciertos delirios—, no hay actualmente ninguna amenaza concreta. El euro, que en su día pareció un rival, ha sido desinflado. La única alternativa a las finanzas tradicionales es interna: el dólar digital y la ultraprivatización promovida por Trump.
Pero en ese frente —como en los de la inteligencia artificial o de la economía basada en la diferenciación de recursos—, Estados Unidos tropieza con su talón de Aquiles: una red eléctrica anticuada y frágil que requiere inversiones colosales para poder renovarse de raíz.

Hasta aquí, los Estados Unidos.
En cuanto a las llamadas “alternativas” que tanto se pregonan, en la práctica, no existen.

Lo que vemos son meras competencias, no modelos auténticamente diferentes.

Tal vez solo China pueda considerarse una excepción parcial: una mezcla de capitalismo estadounidense y control extremo del individuo, hasta su anulación.
¿Los demás? Copias burdas del americanismo. En India reina Bollywood; en Rusia, los fast food y una versión cirílica del american way of life.
En Europa hemos creado una cultura híbrida en la que absorbimos los “valores” americanos, reinterpretados bajo un humanismo a veces apreciable… si no hubiera degenerado en pensamiento débil y vida anodina.

Quienes no siguen el modelo americano son, objetivamente, los países más atrasados. Pero allí los pueblos sueñan con América —y con Occidente en general— y desean emigrar en masa.

Si no se comprende que EE.UU. no domina mediante la coerción, sino a través del soft power —en el cual es un maestro peligrosamente hábil—, y en cambio se fantasea con frentes globales de liberación, se está disparando al vacío.

No se trata de bloques geopolíticos, sino de civilizaciones.

Quienes han denunciado desde hace tiempo la naturaleza tóxica del american way of life, lo han hecho casi siempre desde el plano intelectual o ideológico. Así, han acabado presuponiendo un antiamericanismo generalizado que no existe, errando el blanco por completo.

Mientras millones huían de regímenes comunistas, de Venezuela o de Irán, jamás se ha visto algo parecido en territorios bajo control directo estadounidense.
Esto no convierte al modelo americano en virtuoso, pero sí indica que, hoy por hoy, no hay alternativa viable que los pueblos perciban como mejor.

Quienes han luchado contra los estadounidenses han sido los pueblos invadidos militarmente (como vietnamitas o afganos), o las masas movilizadas por regímenes que necesitaban fabricar un enemigo externo para generar consenso interno —tal como hizo Occidente con la URSS.
Incluso en Oriente Medio o el norte de África, los países más alineados con EE.UU. (como Marruecos o Jordania) son también los más dóciles.
La única excepción significativa fue Irán, cuando derrocó al Sha. Pero aquello fue una reacción religiosa contra la modernización y las vacunas.

Solo en Ibero América el sentimiento antiyanqui está profundamente arraigado, precisamente porque allí Estados Unidos intervino antes de perfeccionar su soft power.

Aparte del sentimiento profundo y silenciado que persiste en Japón tras Hiroshima y Nagasaki —cuidadosamente canalizado en formas diplomáticas—, el antiamericanismo no es más que una antipatía difusa hacia quien detenta el poder.
Una repulsión estéril que, como toda reacción humana, acaba transformándose en obediencia.

No comprender esto es seguir caminando entre las nieblas.

El problema de Estados Unidos es, en el fondo, de alma y de psicología.

La ideología estadounidense, forjada en el siglo XVII, se basa simbólicamente en el parricidio y se articula como la utopía de una Tierra Prometida, teñida de moralismo puritano y de un mesianismo tomado del Antiguo Testamento, todo ello revestido de un materialismo superficial, tosco y enormemente eficaz.


El triunfo sutil de la vulgaridad.

Eso es lo que define su esencia, mucho más que un mero imperialismo.
Si no se reflexiona en ese nivel, y en cambio se vocifera sin rumbo —¡desde servidores americanos!—, todo acaba en la nada.
No se combate un cáncer con otro cáncer… y menos aún con uno agravado por la lepra. Y aún así, pretendemos ser los curanderos.

Creer que el pulso entre EE.UU. y sus imitadores fallidos (tiránicos y sin soft power, como Rusia, Irán o Venezuela) puede ser decisivo, es caer en lo patético.
Estos regímenes dependen demasiado de sus propios amos como para desafiar seriamente al modelo que imitan malamente.

Un ejemplo revelador de esta confusión es el papel atribuido últimamente a la OTAN.

No me refiero solo a su verdadera misión —que nunca ha sido amenazar a Rusia, sino impedir la autonomía de Europa—, sino a la absurda creencia de que EE.UU. nos domina a través de sus bases militares.

¡Absurdo!
Firmamos un tratado de rendición que aún hoy nos supedita a decisiones estadounidenses en materia de defensa. Las bases estarían aquí igualmente, con o sin OTAN.
No están para controlar un imaginario levantamiento antiamericano —que nadie sabría dónde ubicar—, sino para permitir a EE.UU. proyectar su influencia sobre el Mediterráneo. O incluso para limitar un eventual resurgir británico.

Ser antiamericano como se entiende hoy es tan grotesco como ser antisemita de opereta.


No solo carece de sentido, sino que produce fanáticos desorientados que gritan a la luna sin tocar jamás el objetivo.
Y ese espectáculo es cómodo tanto para los estadounidenses como para los israelíes, según a quién apunte el odio.
Precisamente por ser difuso y desenfocado, ese odio logra siempre el efecto contrario.
Y no es descabellado pensar que se haya fomentado así —y no de otro modo— con ese propósito.

Se podría afirmar que Estados Unidos ha sabido estructurar y consolidar nuestra decadencia, dándole forma institucional en ese “Occidente” entendido como “donde muere el sol”.

Pero si bien ha desempeñado un papel activo y relevante en nuestra caída, ha sido nuestra propia decadencia la que nos arrastró.
Y no saldremos de ella simplemente señalando a quien colaboró en nuestra ruina.

El simple hecho de definirse como “anti” ya es, en sí, una debilidad.
Deberíamos ser algo auténtico. Y permitir que sean otros quienes se definan en oposición a nosotros.
Como hacen los Antifa.
Si logramos articular formas políticas y culturales sólidas, los estadounidenses inevitablemente serán “anti-nosotros”.
Así debe ser. ¡Hagámoslo!

No se combate el modelo estadounidense glorificando gulags, velos obligatorios o verdugos de manifestantes.
Eso no es disidencia, es una parodia.

Solo si volvemos a ser nosotros mismos, si Europa redescubre su alma, si curamos ese veneno espiritual, podremos ser una alternativa real al gran gris que todo lo cubre y que ha encontrado en Estados Unidos su expresión más acabada.
Incluso si desaparecieran, ese gris podría prolongarse durante siglos bajo nuevas formas.

No hay revolución posible si no es centrada, creativa, espiritual, cultural; si no produce una nueva forma. Solo la verticalidad se opone al aplanamiento.

¡Deja de buscar lejos el tesoro que está enterrado en tu propio jardín, entre las raíces del árbol de la vida!

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