domenica 12 Ottobre 2025

¿Podemos creer en la Europa?

Sólo depende de la perspectiva

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Entre los muchos errores que se cometen cada día está el de dar por sentado que en Europa no lograremos nada porque estamos gobernados por una clase dirigente inepta y decadente.

¿Es cierto? Sí, pero…

No es que sea peor—de hecho, a menudo es mejor que la de potencias reales o supuestas como Estados Unidos o Rusia. Nosotros la acusamos de ser cocainómana y decadente, pero no es que las élites de las capitales imperialistas sean distintas, y sus sociedades no están en mejor estado que las nuestras.

En Europa tenemos cuatro grandes problemas: la dependencia posterior a 1945—de la cual, sin embargo, el capital y la política se han desvinculado gradualmente en parte—, la cultura desvirilizada y parricida del post 68, el colapso demográfico y la falta de un poder central.

No es poca cosa, pero, a pesar de la mediocridad, no estamos peor que quienes hacen alarde de fuerza. Comparados con los demás, la única carencia real es la ausencia de un poder central, porque en todo lo demás no están en mejor situación, aunque nos dejemos llevar por delirios exóticos imaginando que la hierba es más verde en casa del vecino.

Hoy, cuando la reestructuración mundial prevé una disminución del interés estadounidense en el cuadrante atlántico y el desafío tecnológico nos llama directamente, la tendencia hacia el rearme y el poder es difícil de evitar. Lo cual, que quede claro, me parece algo muy positivo.

Sin embargo, se dice que no se quiere morir por esta Europa, por von der Leyen, por Macron o contra Rusia.

¡Esloganes! Porque Rusia, causa determinante de este cambio de escenario, es solo el pretexto. No tiene el menor interés en bombardear Europa; quiere, sí, someter a aquellos pueblos que considera sus esclavos históricos, pero ha demostrado ampliamente que no es capaz de hacerlo. Una auténtica tigre de papel.

Armarnos sirve para convertirnos en potencia, para no ser amenazados por nadie, para emanciparnos de los estadounidenses y para contener amenazas que probablemente vengan más del sur que del este.

Además, no será la Europa de von der Leyen, ni de Macron ni de Mattarella, porque ellos ya habrán desaparecido cuando el proceso esté consolidado.

Pero no se trata solo de nombres o de rostros, sino de una cuestión de estructura social y política.

Casi ninguno de los “políticos” actuales es otra cosa que un presentador, a lo sumo un mediador entre lo que queda del Estado (es decir, las estructuras burocráticas más el llamado deep state), la opinión pública moldeada por los medios y las redes sociales, y los centros económicos que, en plena postdemocracia, son predominantes de todas formas y marcan la diferencia.

Si no hubiéramos abandonado la cultura política—cualquier cultura política: marxista, fascista, nacionalsocialista, nacional-revolucionaria, cristiano-social—nos enfrentaríamos a la realidad y no a las imágenes, a la sustancia y no a los eslóganes.

Y la sustancia nos habla de un rearme europeo, con retorno al servicio militar amplio, si no obligatorio.

Esto solo puede darnos dos tipos de posicionamientos políticos. Y cuando digo políticos, me refiero a políticos de verdad, no a actitudes verborréicas con teorías subjetivas sin fundamento.

Siempre regresan las dos mentalidades revolucionarias que bien conocemos.

Una pretende sabotear para lograr una especie de unidad proletaria que luego derroque al sistema. Algo que puntualmente termina siendo servir al enemigo contra la propia tierra.

La otra elige actuar (como en el Risorgimento, el intervencionismo, el arditismo, el fascismo) en la dirección de la potencia nacional, sin olvidar nunca—al contrario, trabajando activamente por ello—la transformación de las relaciones de poder en la sociedad y la imposición de cánones culturales y espirituales comunitarios y viriles.

Cánones que incluso los intereses del capital, hoy, hacen más familiares.

De ahí la “desnazificación” de quienes quieren impedir que se vuelva a ser una potencia.

Que quede muy claro: todo esto ocurrirá por sí solo, independientemente de nosotros. Y lo más importante para nosotros es vivir con estilo y orden, para servir de ejemplo y no dejarnos cambiar por el mundo. No debemos creer que tenemos el destino en nuestras manos.

Eso es ser élite. Para ser vanguardia, en cambio, debemos concebir un papel activo en la proyección del poder nacional y europeo y en su reconversión, que es mucho menos imposible de lo que se nos ha hecho creer, prisioneros como estamos desde hace décadas de la ideología de la derrota y de la impotencia.

No es indispensable que todos sean vanguardia, pero sí lo es actuar sobre nuestra forma de ser y comportarnos, mucho más que sobre nuestra forma de razonar.

Sin embargo, es indispensable—aunque solo sea para actuar con más fuerza sobre nosotros mismos—entender que no son las clases dirigentes políticas las que dirigen la política.

Lo cual no significa que lo sean únicamente los poderes fuertes: también lo son necesidades físicas y metafísicas que los sobrepasan, y no debemos permitir que nuestra mente permanezca prisionera en esquemas rígidos y oxidados, porque hay que montar la tigre, la de la historia y la de la metahistoria.

Con alegría. Tal vez incluso con un pesimismo entusiasta, siempre que haya entusiasmo.

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