domenica 12 Ottobre 2025

Tu primer enemigo siempre eres tú

Porque, creyendo que lo odiabas, comenzaste a amar y servir al Gran Hermano

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Cuando Carl Schmitt afirmaba que lo más importante en política es definir al enemigo, daba por sentada la existencia de una identidad nacional, histórica, geográfica, cultural e ideal del sujeto que realiza dicha definición.

Pero cuando ese sujeto político no existe, no está claramente delineado, carece de contornos precisos y se mueve únicamente por impulsos emocionales o, en el mejor de los casos, por vagas referencias simbólicas, ese ejercicio se vuelve no solo inútil, sino también perjudicial y hasta autodestructivo.

Se identifica un “enemigo absoluto” y se piensa que, con solo haberlo señalado, uno ya se ha convertido en algo o alguien. Se asume, además, que todo aquel que lo señala —ya sea por discurso o por resentimiento— es automáticamente mejor y semejante a nosotros. Nada más lejos de la verdad.

Esta actitud arrastra hacia un remolino sin fin que —como se ha visto— acaba reduciendo a quien cae en él a simple animador o hincha de neobolcheviques, “desnazificadores”, torturadores, inquisidores, verdugos, degolladores y un sinfín más de personajes siniestros.

Y ese no es el único —aunque sí uno de los más graves— efectos de este error de perspectiva. Se suma también la tendencia a explicar cualquier problema, real o imaginario, como resultado directo de las acciones de un supuesto arquitecto del mal.

Como si no existieran dinámicas históricas, estructuras culturales o mecanismos complejos. Como si siempre tuviera que haber un culpable, maligno y astuto, que enturbia las aguas y lo manipula todo. Alguien como Soros, por ejemplo.

Muchos han tomado prestado, tras lecturas superficiales y casi siempre indirectas, un sistema de pensamiento que en su momento fue profundo y respetable. Sin embargo, aquel sistema tenía la capacidad de analizar lo que estaba “detrás”, no como el juego de un Mago de Oz, sino como una ecografía del conjunto, que consideraba mentalidades, culturas, creencias religiosas, temperamentos y estructuras organizativas. Por desgracia, lo que yo llamo —con generosidad— la derecha terminal ha producido una burda parodia de esa tradición crítica.

Así como pretende resolver la crisis monetaria actual imprimiendo papel sin respaldo, cree poder deshacerse de lo que le incomoda señalando a un “culpable” que, una vez eliminado, resolvería todos los males. El problema es que, aun suponiendo que ese culpable fuese real, no se sabe muy bien qué utilidad tendría eliminarlo si no existe un sujeto alternativo que ocupe su lugar. Un olvido nada menor…

Hemos llegado al reduccionismo más grotesco.

Desde hace unos días circula, compartida por sectores sin mucho en común entre sí, una nueva ocurrencia: el globalismo sería trotskista. Y por una pirueta lógica insostenible, la Unión Europea también lo sería. Por tanto, el problema sería el trotskismo.

Que Trotsky fuese un pensador globalista es evidente. Pero sostener que el globalismo es trotskista resulta preocupante. Como si Trotsky hubiese inventado el capitalismo. Como si la “Santa Alianza” que instauró la hegemonía financiera de los Rothschild no lo hubiera precedido. Como si el ideal universal no hubiese conocido ya, en tiempos de gibelinos y güelfos, el conflicto entre la visión imperial (los primeros) y la globalista (los segundos). Como si ese mismo globalismo no se hubiera manifestado ya en la época de los banqueros lombardos y los templarios.

No se pueden hallar soluciones reales a través de atajos mentales

Todo lo que he descrito está unido por un hilo espiritual común. Tiene una trayectoria histórica —y también metafísica— que remonta al Antiguo Testamento, se funda en un elitismo hipócrita, arrogante y racista legitimado por una supuesta unción, en el nomadismo del alma, en la inversión del mito de la Edad de Oro hacia un futuro mesiánico, y por tanto, en la sustitución del Mito por la Utopía: la abolición de un modelo formativo y su reemplazo por una visión obsesiva y neurótica de una “tierra prometida”.

Entonces, ¿para qué perder el tiempo buscando entre millones de personas impregnadas por esta lógica subversiva dominante, al individuo concreto que sería “el culpable”? ¿Para qué buscar al supervillano? ¿Y por qué seguir señalando, en los entornos que se quieren criticar, a los portadores de esta cultura o a los herederos de su casta sacerdotal?

Aparecerán por todas partes, entremezclados con otros: dóciles, inconscientes, asimilados… pero a menudo también instintivamente orientados en otra dirección.

Este razonamiento, caótico y simplista, lleva inevitablemente a la contradicción con la realidad. Se rechaza la guerra de independencia ucraniana y europea por culpa de un Zelensky, para luego tener que hacer malabares con tal de justificar —o incluso seguir— a un Zemmour.

Todo esto proviene de la confusión mental que se tiene cuando se adopta —sin comprenderla realmente— una visión del mundo que se cree profunda. Y como el espejo atrae a quien se mira, hoy abundan los “antisemitas” que oscilan entre conceptos talmúdicos y admiraciones por el sionismo. Algunos incluso eligen como emblema de su mundo paralelo a un Estado que afirma —sin rodeos— haber entregado su alma a la secta Chabad.

Tal vez deberían tomar clases con Grok

la inteligencia artificial de X, libre ya del filtro de lo políticamente correcto, para aprender algo de verdad.

Tengo la impresión de que toda esa cultura que ha dado origen a la parálisis mental y a la caricatura intelectual que nos rodea, se ha vuelto inquietante, además de estéril y autoaniquilante.

Si esa cultura, hoy vulgarizada por charlatanes de ocasión, no fuera en el fondo tan seria, tan valiosa y —sobre todo— tan perseguida, daría ganas de distanciarse de ella. Al menos desde la perspectiva de Zaratustra, para quien es preferible morir de sed que beber junto a la plebe —la plebe del intelecto y del espíritu, conviene aclarar.

Esa cultura debe servir como instrumento interpretativo, no como excusa para guiñar el ojo desde el teclado o desde el baño, vendiendo, como en las ferias del siglo XIX, elixir milagroso para hacer crecer el cabello.

Y sobre todo, no se trata de gritar, sino de actuar. No “contra”, aunque los obstáculos existan, sino “a favor”.

Si no estás en el Mito, si no tienes una visión ligada a la forma, al linaje, al destino, si no posees una idea imperial y universal que se oponga a la globalista, ¿qué sentido tiene debatir quién es peor entre los que tienes delante?

El peor siempre serás tú, si te niegas a Ser, si rechazas dar forma —según los cánones eternos— a tu vida y a tus actos.

Es decir, si desertoras. Por eso mi lema es: “El primer enemigo eres tú.”

Los demás podrán ser poderosísimos, pero no son superhombres. Si vencen, es porque tú estás inerte, hipnotizado, angustiado, porque insistes en definir un enemigo en lugar de actuar. Porque no sonríes, no estás sereno, no eres activo ni feliz. Y de eso no tienen la culpa ni Trotsky, ni Soros, ni nadie más. Solo tú.

No busques más excusas: no existen. No las hay para no levantarte y empezar a subir de nuevo

Solo hay cobardía, indolencia, escepticismo, ese espíritu de gravedad que te aplasta y te entierra.

Y nadie te lo ha inoculado. Eres tú quien debe asumirlo. Porque tú eres tu propio Trotsky, tu propio Soros, tu propio Stalin, Roosevelt, Netanyahu, Putin o Ayatolá.

Y porque ninguno de los pensadores o guerreros que dieron forma a esa cultura que hoy agitas sin comprender, se negó jamás a actuar. Ninguno se encerró en el victimismo complaciente y arrogante en el que ahora te regodeas, creyendo haber entendido todo… mientras esperas a un mesías que vendrá.
Y que, invariablemente, imaginas como exótico.

El círculo se cierra inexorablemente

Esto sucede siempre que se adoptan ideas prestadas como si fueran un salvavidas, sin raíces propias que las sostengan.

Cuando, en nombre de la soberanía, se cae en el soberanismo, es precisamente la soberanía la que se sabotea, al servicio de las potencias imperiales preocupadas por su posible resurgimiento a escala europea.

Cuando, en nombre del antiamericanismo, se olvida que el verdadero conflicto es espiritual, y se reduce todo a una contienda superficial, no solo se alimenta la maquinaria estadounidense (como demuestra el rearme de la OTAN), sino que se termina razonando como un verdadero yanqui.

Del mismo modo, un antisemitismo confuso y analfabeto acaba generando una lógica talmúdica que perpetúa la mentalidad veterotestamentaria en lugar de oponerle una visión distinta y auténtica.

Una y otra vez, hemos permitido que se nos dé la vuelta: terminamos utilizando conceptos que, en última instancia, se vuelven contra nosotros y refuerzan a aquellos que decimos combatir.

Al actuar así, uno se convierte a la vez en el Mono de Zaratustra y en prisionero del espíritu de la gravedad. No es nada nuevo ¿acaso no se ha tergiversado también a Evola, haciendo del Kali Yuga un pretexto para la inacción que él nunca defendió? Así es como se anuncia la llegada del Subhombre.

El primer enemigo eres tú.
Si no eres dueño de ti mismo, jamás podrás vencer a nadie más.

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