En cuestión de meses, Irán y Rusia han abandonado de facto Siria, y Moscú ha dejado a Teherán sin respaldo.
Mientras tanto, Jordania, Baréin, los Emiratos Árabes Unidos y, de forma más discreta, Egipto, Arabia Saudita e incluso Catar, han apoyado a su socio comercial israelí frente a los palestinos, Hezbolá y los iraníes.
Pakistán
ha intercambiado misiles primero con Irán —a quien ahora dice querer proteger— y después con la India: un pilar fundador y otro aspirante al bloque BRICS.
China
ha seguido comprando a precios irrisorios el excedente de gas y petróleo ruso, mientras amplía su influencia en los espacios vitales de Rusia, tanto dentro de la Federación como en sus fronteras euroasiáticas.
Las guerras de Putin
han duplicado el territorio bajo control yihadista en África, han hecho colapsar el freno a la migración subsahariana hacia el norte, han ralentizado el crecimiento económico europeo, han precipitado el declive político y económico de Rusia, y han dejado en evidencia la vulnerabilidad militar de Moscú, creando a su vez las condiciones para el resurgimiento de Estados Unidos.
China, Turquía y la nueva potencia árabe-israelí también han aprovechado este escenario para ganar espacio e influencia, permitiendo a Tel Aviv aspirar a redibujar el mapa del llamado Gran Israel.
Lo que ha quedado claro es que solo las potencias medias con una idea-fuerza cohesionadora y un alcance territorial al menos subcontinental tienen verdadero peso.
Las alianzas basadas en buenos propósitos —especialmente las comerciales— resultan insuficientes. Se llamen BRICS o Unión Europea.
La UE
nunca ha sido una verdadera unión: es, en los hechos, una débil confederación.
Su pegamento ha sido una combinación de infraestructuras, interdependencias geoeconómicas y la OTAN, cuya “muerte cerebral” fue evitada gracias a Moscú, y que sigue siendo el único marco viable para la defensa colectiva.
En este contexto emergen dos doctrinas opuestas:
una apuesta por una progresiva autonomía estratégica respecto a Washington, buscando aprovechar su repliegue económico y su atención al Pacífico para reequilibrar el tablero global; la otra, simplemente, se resigna a la pasividad.
Lo positivo es que Europa
empieza a explorar formas de superar las restricciones impuestas por los tratados, eludiendo los bloqueos de la democracia horizontal para intentar —aunque con dificultad— converger en torno a intereses vitales.
Alemania, Francia, Italia y España lideran esta apertura, construyendo vínculos multidireccionales más allá del continente, como muestra el actual gobierno italiano en su acercamiento a India, Japón y diversas regiones africanas y euroasiáticas.
India también se mueve en esa dirección, al margen de los BRICS.
Fue precisamente India quien explicó con claridad el concepto de “multialineamiento”: en su reciente conflicto con Pakistán, empleó armamento francés, ruso e israelí, mientras Islamabad utilizaba cazas chinos, drones turcos y contaba con respaldo político estadounidense.
El relato maniqueo del Bien contra el Mal, en cualquier versión, es una ficción.
No existen coaliciones estables, sino redes caóticas. Todos con todos y todos contra todos.
Se están librando batallas complejas y sin compartimentos estancos por el control de recursos energéticos, tecnologías emergentes y dinámicas demográficas.
Quienes necesitan movilizar masas acuden al fanatismo —talmúdico, coránico, bíblico, subversivo o neosoviético—, pero más allá del fervor de fieles y súbditos, lo que prevalece es la contaminación mutua, no la afirmación de identidades sólidas.
Lo ocurrido en Gaza es un ejemplo paradigmático de vergüenza compartida.
Este es el panorama que se configura
Y el papel que cada actor desempeñará —con repercusiones directas sobre sus pueblos— dependerá de su cohesión interna, de la amplitud de su base nacional y territorial y del alcance de su proyección externa.
Salvo desvíos inesperados —aunque posibles, dado el bajo nivel de liderazgo en muchas administraciones, comenzando por la estadounidense—, todo indica que avanzamos hacia un mundo interconectado donde el llamado multipolarismo se traducirá en un multivasallaje, dominado por la nueva dupla hegemónica: Washington y Pekín.
Estamos exactamente donde anticipé que estaríamos después del 11 de septiembre.
Las oportunidades europeas se han desvanecido por elección de Moscú.
Incapaz de aceptar una relación en pie de igualdad con Europa —por ser una potencia empresarial y económica menor, sin atractivo real salvo entre ciertos sectores frustrados—, Rusia optó por romper unilateralmente la cooperación con el continente.
Una cooperación que habría podido forjar una verdadera tercera fuerza global.
En su lugar, eligió la brutalidad, sostenida por una maquinaria propagandística experta en la mentira sistemática, algo que Rusia domina desde hace más de un siglo. Ha intentado socavar a Europa en el Sahel, en Libia y en Ucrania.
En su delirio de grandeza§
Moscú creyó que podía convertirse en el tercer vértice de una tríada global dominante.
Para lograrlo, no dudó en traicionar incluso a Francia —que la había apoyado en Georgia y Ucrania, había armado a los rebeldes del Donbás y llegado a proponer una alianza militar con Moscú.
Pero todo salió desastrosamente mal.
Putin será recordado —por quienes tienen memoria histórica— del mismo modo que Churchill: como el hombre que hundió la influencia global de su nación y propició matanzas bélicas con tal de consolidar el dominio de una dupla extranjera.
En el caso de Churchill, EE.UU. y la URSS. En el de Putin, EE.UU. y China.
Ahora Europa debe cerrar filas en torno a sí misma
fortalecerse tanto como sea posible, superar las restricciones de sus tratados y trazar una política exterior firme que evite el cerco combinado de Washington y Pekín.
A menos que esa convergencia se fracture —algo plausible, ya que China es mucho más capaz, poderosa e inteligente que Rusia, y no aceptará jugar eternamente el papel de “segundo” de sus enemigos nominales, como sí lo ha hecho Moscú, fanfarroneando como un matón de barrio.
La incertidumbre existe
La posible nueva dupla dominante no está jerarquizada.
China no puede ser derrotada por la fuerza, pero tampoco está claro que EE.UU. esté preparado para competir en el terreno de la inteligencia estratégica: ya no tiene frente a sí a Rusia, sino a gente que ha sabido usar bien el cerebro desde siempre, sin ningún complejo de inferioridad — a diferencia de los moscovitas — y sin necesidad de fingir fortaleza a cada instante para conservar el respeto de las masas.