Las protestas de los agricultores en Francia y Alemania se desarrollan en el contexto de la competencia electoral para Bruselas que tendrá lugar en junio. Estas protestas se espera que brinden argumentos adicionales y posiblemente votos a las corrientes populistas que ya tienen gran presencia. El RN de Marine Le Pen lidera las encuestas en Francia, al igual que el PVV holandés de Wilders ya lo es de hecho. En Alemania, la AfD cuenta con puntajes significativos. Vox en España está experimentando un declive relativo, pero podría ser un fenómeno pasajero. En Polonia, el PiS de Mateusz Morawiecki acaba de sufrir una derrota, principalmente debido al voto femenino, ya que buscaba prohibir el aborto. La tendencia es similar en Europa Central y del Este, así como en los Estados Unidos. Chega en Portugal ha ganado importancia, mientras que en Italia, los exmiembros del Movimiento Sociale Italiano están en el poder.
Algunos están aterrados, otros tienen expectativas, ¿pero hay razón para ello?
En primer lugar, no estamos hablando de las mismas formaciones. La AfD es una empresa conjunta de la CIA y la Stasi, encargada de dar el golpe final a las ambiciones alemanas. El PVV es un partido que expresa un fuerte imaginario del Antiguo Testamento. Los demás partidos son más complejos. Sin embargo, enfrentan graves problemas fundamentales. El éxito común surge del desequilibrio social y psicológico en el que se encuentra cada nación capitalista hoy en día. Los intereses estratégicos del capital y su evolución tecnológica, junto con la apertura a competidores “desleales”, han alimentado reacciones, fricciones y desastres. Los populismos de todo tipo, por la mayoría esa definicion le pega, han capitalizado la protesta de la clase media y pequeña burguesía, incluso más que la popular, de la cual pretenden ser defensores pero que, en cambio, se traduce masivamente en la abstención.
¿Es incorrecto presentarse como un sindicato, aunque sea de charlas, de algunas de las clases que sufren las consecuencias de la evolución capitalista? No. Sin embargo, hay al menos tres grandes deficiencias. La primera es que, a diferencia de las revoluciones nacionales del siglo pasado, los partidos populistas no tienen una fórmula concreta para revertir la tendencia y garantizar que los segmentos desfavorecidos se beneficien de la economía. La segunda es que, ante la falta de una solución social-nacional, todo se convierte en una lógica retórica de lucha de clases que, a diferencia de la marxista, no encuentra su solución en un mañana milagroso, sino en la nostalgia del día anterior. La tercera es que, debido a la falta de soluciones y a la abundancia de eslóganes, cada vez que un grupo populista llega al gobierno, debe ser guiado por expertos, doblegarse a la fuerza de las circunstancias y convertirse en la continuación de aquellos a quienes derrotó.
¿Será entonces un desastre un eventual éxito populista? Solo en Alemania, pero no ocurrirá. En otros lugares, será al mismo tiempo una incógnita y un desafío. Porque, en la medida en que la lógica de las cosas abandone las ilusiones soberanistas y las tendencias anti-centralizadoras en Europa, como ocurrió en Italia, el discurso subyacente, por emocional que sea, será funcional a una nueva concepción de una Europa fortaleza ya presente en las élites de varias naciones. Podría ocurrir el milagro por el cual, a pesar de la evidente inadecuación de casi todos ellos, los portadores de algunas reacciones sociales puedan convertirse en el solvente para una nueva química que los trascienda. O formarán parte de ella si logran comprender que casi ninguno de sus eslóganes o fantasmas es correcto y que no se puede oponer a una tendencia si no se comprende en su naturaleza capitalista y si no se oponen a esto con fórmulas, obviamente actualizadas y europeas, de revoluciones nacionales. Si no lo hacen, solo servirán para permitir que el Gran Capital absorba, a través de ellos (como ya se experimentó con el Movimiento Cinco Estrellas), las sacudidas que lo perturban.